MADRID | Miércoles, 19 de enero de 2022
– Piensa, no puede ser tan difícil. Se trata de plasmar en palabras lo mucho que le quieres y le admiras.
– ¡Es muy fácil decirlo! ¿Pero cómo hallar el verbo o el epíteto exacto para describir a uno de los tres, a lo sumo cuatro, mejores saeteros de palabras de la historia de la Radio en Castellano?
Pepe Domingo Castaño parece estar ahora especialmente de moda tras la publicación de su libro biográfico e íntegramente benéfico, Hasta que se me acaben las palabras, aunque lo cierto es que nunca ha dejado de estarlo. Esa ha sido sin duda una de sus principales virtudes como profesional, saber vivir, que no sobrevivir (que eso sólo lo tuvo que hacer en su primerísima época en Madrid) en siete décadas diferentes, adaptando a los tiempos el lenguaje y el mensaje sin traicionar su propia esencia, manada de la radio-espectáculo que acabó saltando de la galena al televisor.
Es patrimonio de los genios, colaborar en la creación de un género y terminar sublimándolo al extremo y Pepe lo ha hecho con la publicidad en la Radio. Si alguien viniera justo detrás arreando con lo mismo, fracasaría estrepitosamente. Por eso, el día que se vaya, dejará en el aire uno de los huecos, por no decir de los marrones, más grandes de la historia del medio. Tan grande que, seguramente, una sola persona no será capaz de taparlo. Ni cinco. Ni cien.
De Pepe ya habla él mismo en su libro. Yo escribo este artículo para contaros y recordarme a mí mismo lo mucho que significa en mi vida. Si damos por bueno que mi padre es la mitad de mí, que no veo por qué no, Castaño entró en la mía veinte años antes de mi nacimiento, a finales de los cincuenta, cuando coincidió con Heriberto senior y mi tío Quique en el colegio de la Virgen del Camino. Iba dos cursos por delante, rezando, haciéndose preguntas, buscando respuestas, cantando, contando, celebrando y ya, también, comunicando.
Ordenarse no llegó a ordenarse, ninguno de los tres lo hizo, pero es indudable que esa educación dominica, arrancada del hogar, dejó en ellos un sustrato común, humanista y sensible al margen de lo religioso, en el que luego cada uno creció y se desarrolló como persona como quiso o como pudo.
Me acompañó, luego, durante la niñez en aquellos viajes eternos a Villacondide para visitar a mi abuela Josefa, boleto de La Quiniela en mano, apuntando los goles con caligrafía de médico por prescripción de las curvas de herradura
– ¿Iremos por La Espina o por la costa?
– No sé, papá. Vamos a marearnos y a vomitar igual.
Irrumpió de nuevo en mi vida, pasado “el pavo”, sonando en mi habitación de la residencia universitaria del Colegio Calasanz de Salamanca, allá por 1997, justo cuando la radio deportiva pasaba de ser un acto total de fe a una elección hedonista. El “pago por visión” ya me permitía ver siempre lo que pasaba en el Tartiere o dondequiera que jugara el Oviedo, pero algo me faltaba sin aquellas gargantas apasionadas que tanto contrastaban con la forzada asepsia de los locutores que no se llamaban Carlos Martínez. Los ocho o diez segundos que transcurrían entre el ¡Hay gollllll en….! de Pepe y la resolución de Luciano García o el narrador de turno, me parecían un thriller que acababa demasiadas veces mal. Fue por eso por lo que una tarde, encabronado tras un gol de Revivo, moví el dial convencido de que esos del Carrusel que todo el colegio escuchaba traían la cigua.
No me quedó otra que acabar guardando esa gilipollez en el cajón de las gilipolleces, que cuanto más al fondo de ti esté y con más llaves cerrado, mejor. Y es que todas las roladas cruciales en mi tránsito de lo estudiantil a lo profesional provinieron del mismo viento, de aquella cadena de emisoras a la que aprendí a ver más líder que ceniza. Lo que realmente era, vamos.
Giro tras giro del destino, no sin cierta dosis de potra para llegar (que la potra para mantenerse no creo que sirva), ya dentro de Gran Vía 32, pasé de becario de una web que aún no funcionaba a redactor de fin de semana de un equipo de Deportes seguramente irrepetible.
Oísteis mi voz por primera vez en un Carrusel Deportivo en cadena el domingo 21 de enero de 2001. Bien temprano, Jorge Hevia me avisó de la muerte del exboxeador Pedro Carrasco y de que mi puesto de trabajo de ese día era todo lo contrario a un estadio o una cancha, una capilla ardiente en el tanatorio de la M-30. Toda una jornada de entumecimiento, carreras y codazos innecesarios, por esa mala mezcla que suelen hacer en una guardia los reporteros deportivos y del corazón, tuvo esa, para mí, grandísima recompensa, poder sentarme entre Paco González y Pepe Domingo Castaño por primera vez para hacer una breve crónica y dar paso a un “corte” de José Legrá.
Al terminar mi intervención, crucé mi mirada de cachorrillo con la de Pepe que con un parpadeo un poco largo y una inclinación de barbilla me dijo, sin articular palabra, todo lo que necesitaba escuchar en aquel preciso instante. Desde entonces nunca ha dejado de estar cerca en los hitos más importantes, más divertidos y, por qué no decirlo, más tensos de mi vida. Como hacen los buenos amigos.
Las noches locas de lo que ahora se llama afterwork en el Art Decó o en el Ricorda, entre cubatas, chuches, futbolistas y entrenadores que volvían de jugar fuera de casa. Mi boda, en el Real Club de Golf de Castiello, donde improvisó un miniconcierto que la convirtió en inolvidable para todos los públicos. Mi cumpleaños del 12 de marzo de 2004 en Casa Parrondo, de cuya suspensión dudamos hasta minutos antes por el shock que había supuesto para todos el 11-M:
–¡Vamos a cenar juntos! ¡Que dejemos de celebrar la vida es lo que pretenden, coño!, espetó para disolver el corro en el que se debatía.
Los fines de semana de 2014 y 2022 en los que, por ausencia de Paco, me tocó ponerme al frente de Tiempo de Juego y en los que volví a recibir de él justo el refrendo que necesitaba, su naturalidad más absoluta ante la circunstancia. Y tantas comidas, cenas y desarmes en Txistu, El Pimiento Verde o El Ñeru, en cuyas sobremesas cabían conversaciones de todo tipo.
En una de las últimas, Pepe me preguntó:
– Tú, Heri, qué quieres ser en el futuro más Paco, más Pepe…
La pregunta me descuadró un poco de primeras, pero creo que me rehíce pronto y bien:
– Creo que voy a centrarme en procurar ser Heri donde quiera que me pongan porque intentar ser vosotros, aparte de ser imposible, sería un error.
Quizá no debería ser tan así, pero confieso que aún hoy, más de 20 años de vivencias después, sigo sintiendo ese cosquilleo groupie entre el pecho y el estómago cuando estoy con él o me dirijo a él. A ellos, en realidad. Fíjate que quiero a Pepe, a Paco, a Manolo… ¡Pues todavía sigo admirándoles más!
Y de la gente que admiro intento pillar cosas y las moldeo a mí para procurar ser cada día un poco mejor en todo. De Pepe, del que ya conocía y de este otro que se ha abierto en canal incluso a ojos de su gente más cercana en Hasta que se me acaben las palabras, también he tomado mucha nota. Así se lucha por los sueños. Así se generan recuerdos, amando, compartiendo, festejando, profesando la lealtad, enterrando las hachas de guerra que se pueden enterrar… Ni vivir para trabajar, ni trabajar para vivir. Simplemente vivir.